Ya no hay retórica reivindicativa que sea alternativa cabal a la agonía que nos embarga. Ya no. Al menos para aquellos que entiendan la libertad de expresión como un efecto de la honestidad intelectual. El grado de desestructuración del teatro profesional asturiano es tal que, tratar de buscarle remedio, aunque sea hipotético, no hace sino acrecentar el delirio de un fracaso que constatamos cada día. La deriva no es nueva. La evidencia de que nunca hemos estado peor, sí. La crisis teatral ha tocado fondo. No hay salida para un sector que depende de unas instituciones que carecen de un proyecto general —nunca lo hubo que no fuera de parcheo, coyuntural— y de unos presupuestos que sean capaces de situar al teatro profesional en el estatus de viabilidad que le corresponde. Decirlo a las claras no es pesimismo, es constatar los hechos de una realidad que se presenta obstinada. Con jeremiadas no se sortea la crisis. Con ambigüedades, tampoco. Sin unos objetivos claros y unos presupuestos solventes, de ninguna de las maneras. El teatro es un arte que, para que funcione —y está vivo o pierde espectadores, difícilmente es fiel al intermedio—, requiere de mucho celo y compromiso. Y el económico no es el de menor importancia.
El mal no es nuevo, deviene de nuestra historia más reciente. Jamás ha existido un proyecto capaz de otorgarle al teatro asturiano el prestigio laboral que se merece. Las Administraciones no han hecho lo suficiente. Los grupos y compañías no esgrimieron nunca otras reivindicaciones que fueran más allá de sus necesidades particulares. Tampoco hay superstar para ilustrar y convencer a los políticos de turno de lo rentable y guay que resultaría fortalecer la imagen de un sector pauperizado. Y por si todo esto no fuera suficiente una buena parte de los profesionales demonizan y señalan al teatro amateur —ya se hacía hace veinte años— como el responsable del Apocalipsis. En fin, desenfoques y trifulcas que no hacen sino evidenciar la delirante y neurótica pulsión que tiene el hundimiento.
Así las cosas, y con la austeridad y recortes presupuestarios que anuncia la Consejería de Cultura, a nadie le será difícil diagnosticar el futuro de la profesión. Sea cual sea el nuevo programa que se inventen para la actividad teatral, lo será de mínimos. Con el mismo o menos dinero no se puede hacer más (es ciencia). O sea, cambiarán algo para que todo siga igual: igual de insuficiente, igual de indiferente, igual o más si cabe de desalentador. Que nadie se lleve a engaño. Con estos mimbres es impensable un Plan General de las Artes Escénicas Asturianas, ni nada parecido, para reactivar el sector. Afortunados quienes sobrevivan al naufragio.
Y para más inri, y como reafirmación del saldo y ruina terminal a que están abocadas las artes escénicas, Cajastur clausura su Obra Social y Cultural. Un apartado que nos ha permitido disfrutar durante quince años del mejor teatro español en su línea de pequeño formato. Muchos de los artistas y grupos participantes quedarán para siempre en la memoria de los espectadores. Gracias a Belén Yugueros y a Regina Rubio los hemos visto en Oviedo, Mieres y Gijón. Pues bien, a partir de ahora todas esas programaciones son ya historia. Ya se sabe que en Asturias cuando las cosas funcionan, hay que erradicarlas. Por principio. Tenemos una propensión providencial, ilimitada, a la obstinación beckettiana. Nuestro lema es el “no importa, inténtalo de nuevo, fracasa más, fracasa mejor”. Sin coña metafísica y con la fe del carbonero.