3.2 Don Juan como destructor de mitos sociales y literarios
El autor busca ofrecernos una totalización del mundo que es burlado por don Juan. Los casos que se nos presentan de mujeres burladas y de amigos, prometidos, etc., están elegidos para ello de entre las diversas capas sociales con lo cual el autor quiere darnos la idea de la talla y de la capacidad burladora de don Juan18.
Pero no sólo son burladas las mujeres y sus respectivos amantes, sino que todos los vínculos sociales son objeto de su afrenta.
Además en ese proceso de destrucción social, don Juan se encarga de destruir varios mitos literarios y sociales, a la vez que el autor aprovecha para lanzar una velada e indirecta crítica social contra las instituciones y las leyes del hombre y del mundo.
Ambas circunstancias, la destrucción de mitos y la crítica social, se dan a la vez. Por un lado, las víctimas de don Juan no son completamente inocentes, sino que cometen errores que dan pie a la ofensa de don Juan19.
A la vez, son esos errores los que contribuyen a que don Juan, con su engaño, resalte una cara del estamento al que representan que había sido relegada en favor de un idealismo.
Así, la mítica honradez y castidad con las que la corriente prefisiocratista (desde Fray Luis de León pasando por las obras de Lope sobre el honor campesino) habían caracterizado a las mujeres del mundo rural, encuentran aquí un contraste claro: la ridiculización de este empeño en la figura de Tisbea que resultará burladora burlada y el ansia de crecer en honra, el ascenso social del padre de Belisa y la estulticia de ésta, que los harán cancelar la inminente boda con Batricio para aceptar la promesa de don Juan.
Radicalmente opuestas se nos presentan estas visiones a dramas como Fuente Ovejuna o Peribáñez y el Comendador de Ocaña, de Lope de Vega.
De la misma manera Isabela aceptará la mano y llegará a acusar tácitamente a Octavio con el fin de hallar remedio a su deshonra.
Quizá la única mujer que se salva de un ataque feroz sea doña Ana, porque el peso de la crítica recae sobre el Marqués de la Mota (en este sentido sería una estructura inversa a la de Isabela y Octavio), que después de tanto jactarse de su capacidad para hacer perros, y de su fama de compañero de rondas con don Juan, acabará casándose con una mujer deshonrada: burlador burlado, como Tisbea.
Todos ellos serán castigados de acuerdo con la justicia poética a contraer respectivos matrimonios en circunstancias poco deseables.
Además el autor hace una crítica a las instituciones que debieran administrar justicia en la tierra.
La corte y el rey no sólo no castigarán a don Juan (el exilio más bien parece una precaución para mantenerlo a salvo de Octavio y el Marqués de la Mota), sino que lo ayudarán a escapar, como es el caso de don Pedro Tenorio, o incluso lo protegerán, como hace el rey al amenazar de manera sugerida a Octavio para disuadirlo de su sed de venganza, aun sabiendo de sus razones y de su inocencia.
El mito teatral del rey sucumbe aquí también, se deshace para dar paso a una corrompida sociedad que protege al culpable y le da amparo20.
En ese contraste encuentra su plena funcionalidad dramática la larga descripción de la ciudad de Lisboa que hace el Comendador don Gonzalo ante el rey, como bien ha puesto de manifiesto Ignacio Arellano21.
Finalmente, hay que destacar que don Juan vence al mundo.
En ese desencuentro con el mundo, lo más característico del mito de don Juan, frente a otros mitos de la antigüedad, es que el protagonista no muere a manos de la justicia de los hombres —lo que constituiría una alabanza y consolidación de la polis22 y del sentimiento de comunidad—, sino que deberá ser la justicia divina la que irrumpa en el mundo para dar castigo al hombre23.
Constituye, por lo tanto, el testimonio más fiel de que algo comienza a cambiar en la sensibilidad del hombre barroco, pues el firme esquema y la mentalidad de obras anteriores y de la consolidación de un esquema social inamovible y perfecto, que por tal perfección garantizaba el orden y la justicia, comienza a fallar en nuestra obra.
La justicia del hombre ya no es capaz de castigar al malvado, al trasgresor, sino que lo arropa, lo protege. Será entonces la justicia de Dios la única capaz de dar castigo al culpable —en consonancia, eso sí, con el concepto literario de la justicia poética teatral—.
La única creencia —reafirmándose en consonancia con una mentalidad post-tridentina— que garantiza al hombre la justicia es Dios, Dios y su poder infalible.
4. Don Juan y su castigo
Si en dos aspectos necesarios para la construcción del mito insistió el profesor Carlos García Gual en su interesante y excepcional charla24 fueron las siguientes: el mito se completa únicamente con el castigo de don Juan y el mito de don Juan —al que por cierto, otorgó mayor carga mítica que a ningún otro de los que fueron objeto de estudio en diferentes charlas25— es un mito cristiano, es decir, producto del cristianismo.
Como podemos observar, ambas notas están en estrecha relación con la divinidad. Y es que, en ese ritmo in crescendo que ya observaron algunos críticos26, la esfera de la divinidad constituye el límite y la frontera última que acabará con don Juan.
Sin embargo, debe aclararse que el pretendido carácter diabólico que se le pretende otorgar a don Juan es más bien eso, pretendido27.
Porque sólo hay una cosa que une a don Juan y a Satán, y es la ofensa a Dios —que no alzamiento—, pero con un matiz fundamental: lo que impulsa a Satán es el alzamiento por el poder, y por lo tanto, es un alzamiento consciente, mientras que don Juan ofende a Dios por desconocimiento puro, por su temible ceguera y por ignorar los límites del hombre28.
Ciertamente, en sus fechorías y engaños, don Juan había afrentado de manera indirecta a la divinidad: por los actos en sí y por el doble sentido de las transgresiones, pues el juramento en vano constituía el acto de perjuro contra el hombre y contra Dios. También traicionar la hospitalidad del rey de Nápoles, como cualquier otro rey, vicediós en la tierra, tendría connotaciones —por mínimas que fuesen— religiosas. Más acentuadas estarían en el caso obvio de atentar contra la vida de manera tan flagrante como fue el asesinato del Comendador don Gonzalo.
Pero el culmen lo constituye, desde mi punto de vista, el hecho de que don Juan, sin darse cuenta viola la hospitalidad del mismo Dios y el derecho de todo cristiano a su protección (acogerse a sagrado). Don Juan no sólo desprecia este derecho, sino que aprovecha la ocasión para agraviar la memoria del hombre muerto por su propia mano:
CATALINÓN
La iglesia es tierra sagrada.
D. JUAN
Di que de día me den
en ella la muerte. (…)29
(…)
D. JUAN
¿Qué sepulcro es este?
CATALINÓN
Aquí
don Gonzalo está enterrado.
D. JUAN
Este es el que muerte di.
¡Gran sepulcro le han labrado!
CATALINÓN
Ordenólo el rey ansí.
¿Cómo dice este letrero?
D. JUAN
“Aquí aguarda del Señor,
el más leal caballero,
la venganza de un traidor.”
Del mote reírme quiero.
¿Y habéisos vos de vengar,
buen viejo, barbas de piedra?
CATALINÓN
No se las podrás pelar;
que en las barbas muy fuertes medra.
D. JUAN
Aquesta noche a cenar
os aguardo en mi posada.
Allí el desafío haremos,
si la venganza os agrada;
aunque mal reñir podremos
si es de piedra vuestra espada30.
Es entonces cuando tras un largo proceso de diversos avatares y ofensas el agravio se produce de manera directa contra la divinidad, pero sin que don Juan opere en él de una manera consciente.
Tal es la ceguera y la soberbia de que es víctima don Juan que incluso no percibe la magnitud del enfrentamiento y sólo al borde de la muerte, cuando la estatua del Comendador don Gonzalo, el espectro del muerto le aferra la mano para llevarlo a los infiernos, comprende su implacable destino y se esfuman la soberbia, la ceguera, después de haber intentado, en vano, matar nuevamente al Comendador.
Ciertamente, reside en este castigo lo más característico de don Juan, el duelo con la muerte. Coherente consigo mismo —una de las características del carácter definidas por Aristóteles— el personaje no se amedrenta ante el fantasma, porque aún está embriagado de su temporalidad de presente eterno, en su creencia de que no hay futuro, en su “tan largo me lo fiáis”.
Cumpliendo con su promesa —algo atípico en él— don Juan se reafirma en sus notas más características, y se reafirma ante lo telúrico y lo divino (el muerto que viene a ejercer justicia por la mano de Dios).
El don Juan barroco exige, de manera indirecta, al acudir a la cita con la estatua, a la divinidad ser dueño de sí mismo, de sus actos —por muy instintivos y destructores que éstos sean— de los que no tiene que rendirle cuentas. Pero desconoce sus límites y sucumbirá víctima de su propio afán de eternidad, creyendo aún en su inmortalidad31.
Por ello se hace necesario su castigo, porque este castigo implica de manera inequívoca la perseverancia del carácter y su reafirmación, de otra manera, la tragedia del mito quedaría mermada. Lo genuino de don Juan es que en su castigo y en su derrota hay algo que nos asombra: su irreductibilidad, su obstinación, su entereza como carácter.
Esa capacidad de seguir manteniéndose obstinadamente, de reafirmarse, constituye, de alguna manera, su pequeña victoria dentro de la derrota y el castigo.
Y que sea un mito creado por el cristianismo, o un mito cristiano, tiene mucho que ver con las corrientes filosóficas y la situación sociopolítica de la España Barroca post-tridentina, pues, pese a que el humanismo hubiese invadido de manera fecunda el mundo intelectual del siglo XVI, cabe recordar el apego a la religión cristiana con continuidad y manera de proceder típica del medievo32.
En sintonía con esta manera de pensar, ya hemos aludido anteriormente a un sector importante de la crítica33 que ve en esta obra el enfrentamiento entre dos concepciones del hombre: la concepción del hombre moderno conocida como antropocentrismo y la concepción medievalista y teocentrista del hombre que sitúa a Dios como elemento nuclear en torno al cual gira el universo.
5. Don Juan y el espectador
Estimo conveniente ofrecer un último capítulo a modo de apéndice en el que analizar brevemente la tradición de don Juan que existió anterior a la obra barroca que nos ocupa y ver, en pocas frases unos aspectos que estimo igualmente oportunos para analizar la relación con el público.
Muchas páginas se han escrito intentando analizar las obras y los antecedentes dispersos que podrían haber motivado la aparición de la figura de don Juan34, cuando lo realmente importante no sería tanto ver qué había de precedente sino si esa materia, indudablemente anterior, pudo consolidar o crear en mayor o menor medida el sentimiento colectivo de comunión que Andrés Amorós35 ha cifrado para la obra posterior del Don Juan Tenorio de Zorrilla.
No hay duda, creo, que muchos de los elementos remiten al folklore (bien peninsular o románico), pero habría que preguntarse si ese fondo cultural colectivo estaba activado en la representación.
Desde mi punto de vista, creo que la obra que ha venido siendo objeto de este análisis constituye una de las pocas excepciones (en relación con el vasto corpus teatral de nuestro teatro áureo) en la que se produce el efecto catártico y en la que se crea un sentimiento de comunidad.
No en vano, y dada esta complejidad que emana de la obra, podríamos permitirnos el análisis y la funcionalidad desde diversas perspectivas (que se han ido apuntando a lo largo de este trabajo: religiosa, social, filosófica…).
El espectador experimenta la catarsis que nace del sentimiento profundo, complejo, contradictorio que acabará resolviéndose en una purificación de las pasiones mediante la contemplación de una historia de un caso concreto, parafraseando a Aristóteles.
No se puede dejar de experimentar la atracción por ese halo profundo, por esa personalidad maldita del don Juan, porque el personaje nos representa en tanto que somos individuos y nos sentimos atraídos por esa vertiente individual, de sentimientos reprimidos, de cauce subyugado a la sociedad.
Pero sin embargo, también el lector o espectador (de hoy, ayer, mañana, siempre) participa de la sociedad en la que está envuelto y que condena la violación de las pautas sociales, su afrenta a la ley establecida y su trasgresión de los límites.
A medida que avanza la obra y que el ritmo in crescendo va ensalzando y perfilando la figura del don Juan, el espectador presiente en poco espacio de tiempo el abismo infernal que los separa cuando hace pocos instantes sentía admiración, casi condescendencia por su figura.
Don Juan es inmortal, mítico, porque el autor hace que no se burle de una sociedad concreta, sino de la sociedad, del pacto entre los hombres, y porque plantea el conflicto entre el individuo y la sociedad, y en esencia, el conflicto del hombre que se sabe condenado a unos límites —en este caso, que los ignora—.
Don Juan plantea en ese desconocimiento e ignorancia consciente la actitud humana ante el poder36, el conflicto del ansia por dominar los acontecimientos desde una perspectiva propia, personal.
A su manera, don Juan intenta pa-recerse a Dios, o mejor dicho, prefiere ignorar a Dios para colocar en su lugar el poder del hombre que se ha liberado de los aspectos religiosos y sociales que lo reprimen.
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19Así lo expone C. Aubrun en La comedia española, Madrid, Taurus, 1968, págs. 143-144: “Don Juan abusa alternadamente de una dama de la corte y de una pescadora, de otra dama y de una mujer humilde, una campesina. La primera bien se lo merecía, ya que esperaba en su aposento a otro galán. La segunda estaba loca de atar: el fuego que prende a su choza a la mañana siguiente indica el estado de sus sentidos. La tercera jugaba también con fuego (y con el Marqués de la Mota), pero era con buen fin; don Juan penetraba con dificultad en su casa haciéndose pasar por su amante, ella se le escapa pero sus audacias son castigadas con el asesinato de su padre que perpetra el impúdico caballero. La vanidad y la tontería de la cuarta mujer -y que también son propias de ella, piensa Tirso- le valen el que se deshonrada el mismo día de su boda.”