Número 27. Septiembre de 2009

‘Esperando a Godot’ de La Máscara: 50 años

Boni Ortiz

El pasado mes de noviembre de 2008, se cumplieron los cincuenta años del estreno en Asturias de Esperando a Godot. La obra fue montada por La Máscara que cumplía su primer año de funcionamiento como Compañía de Cámara del Ateneo Jovellanos de Gijón. La obra la dirigió Ramón Vega que también encarnaba a Estragón, completando el reparto Laureano Mántaras como Vladimiro, Andrés Mori como Afortunado, Eladio Sánchez como Pozzo y siendo el Muchacho José Martínez.

Esperando a Godot se editó en 1952 y fue estrenada en París el 5 de enero de 1953, por Roger Blin en el pequeño Théâtre de Babylone, constituyendo uno de los mayores éxitos del teatro de posguerra a pesar de haber sido rechazada por muchos directores al entender que no era teatral. Fue en ese estreno cuando la conoció Trino M. Trives que, después de traducirla, la envió a algunos directores de los diferentes grupos de teatro de cámara que funcionaban en España en ese momento y que también la rechazaron, al entender que “el público español no estaba preparado para esas sutilezas”. Su estreno tuvo que esperar a que el propio Trives regresara de París y la dirigiera. Sucedió el sábado 28 de mayo de 1955 en el Paraninfo de la Facultad de Letras de Madrid, montada por el Pequeño Teatro de Madrid dirigido por Manuel Gallego Morell y Trino Martínez Trives, como bien me apunta, desde la lejanía londinense, uno de sus protagonistas: mi tocayo Boni de la Fuente que encarnaba a Lucky, corrigiéndome con toda cortesía mi error adjudicándole dicho estreno al TEU de Barcelona, tal vez inducido por las representaciones siguientes dadas en febrero de 1956, en el Teatro Windsor de esa ciudad dentro de un ciclo de teatro contemporáneo completado por La cantante calva y La lección de Ionesco, también dirigidas por Trino M. Trives y Réquiem por una mujer de W. Faulkner dirigida por Miguel Narros. En mayo de ese año, el mismo montaje de Esperando a Godot se representó en el Teatro Bellas Artes de Madrid.

En nuestro país la singular obra de Samuel Beckett sería el texto teatral con el que inicia su camino Primer Acto en abril de 1957 y desde entonces, esta obra formó parte de los repertorios de todo grupo teatral de los sesenta que se preciase de vanguardista. El montaje de La Máscara iba a ser uno de los más precoces del panorama teatral español de la época. La estrenan en noviembre de 1958, en el pequeño teatro del Ateneo Jovellanos (apodado “El Brujo”), manteniéndola en su repertorio durante más de un año. Sin embargo, la representación más sobresa­liente y de la que algunos espectadores (como Carlos Álvarez-Nóvoa o el desaparecido Elías Domínguez) todavía se acordaban por su carácter innovador, fue la realizada en el buen escenario del amplio salón de actos de la Casa Sindical de Oviedo, totalmente abarrotado de un público muy cualificado, como se recoge en la anónima y muy entusiasta crónica de La Nueva España publicada el 21 de diciem­bre de 1958:

UN ACONTECIMIENTO ARTÍSTICO PARA UN PÚBLICO DE NUESTRO TIEMPO. Un público juvenil, bajo cuyo denominador cabe incluir también un numeroso grupo de sacerdotes, tuvo ocasión de presenciar ayer, en el Teatro de la Casa Sindical, un espectáculo sorprendente: el estreno de Esperando a Godot, la revolucionaria obra de Samuel Beckett, por el grupo La Máscara del Ateneo de Gijón. Lo primero que hay que destacar, al margen de la calidad de la obra, es el sensacional nivel artístico al que han llegado este con­junto de actores gijoneses. Resulta difícil imaginar una interpretación más inteligentemente hecha, más llena de sutil intención y más impecable en su precisión, que la que ofrecieron (...) no sería después de este alarde aven­turado considerar a La Máscara como uno de los grupos de vanguardia más maduros, valga la paradoja, de cuan­tos en España se esfuerzan por llevar al conocimiento de sectores verdaderamente interesantes de público, el tea­tro universal de nuestra hora. Si en otra ocasión hemos dicho que en él está la posibilidad de una compañía de arte popular, hoy nos reafirmamos en la idea, añadiendo que sería sonrojante para nuestros organismos culturales dejar de mano la oportunidad que este entusiasmo juve­nil ofrece (...) en resumen, que sin chinchines publicita­rios, sin público del llamado de estreno, más atento al exhibicionismo que a otra cosa, pero con un auditorio de hombres de hoy, que lleva puesto su reloj a la hora del mundo, Oviedo fue ayer escenario de un verdadero acontecimiento artístico. Y nunca más lejos la frase de su valor tópico.

Esperando a Godot sería la primera de las obras del llamado teatro del absurdo que montaría La Máscara y que constituyó más de la mitad de su produc­ción teatral a lo largo de su existencia. Con ella descubren un lenguaje en el que se encuentran muy a gusto, iniciando un camino de profundización en otras formas de afrontar el hecho teatral, rompiendo conscientemente con muchos de los convencionalismos interpretativos (ritmos, tonos...) escenografía de síntesis, símbolos sobre cámaras negras y práctica liquidación de restos naturalistas que pudieran permanecer más en sus acto­res que en sus montajes. Más aún, esta inclinación “absurdista” les aleja también del realismo, pronto recogido con entusiasmo y como bandera por Gesto Teatro de Cámara de Gijón. Es curioso y se corresponde con lo dicho la elección de El Cuervo de Sastre como siguiente montaje de La Máscara, una obra con un asunto espiritista y la de menor compromiso social de las que el autor tenía escritas hasta ese momento. Para esta obra de Beckett proponían un esce­nario de cámara gris (el asfixiante interior de un cajón) y dentro, como único elemento, el árbol del suicidio. En el estreno introdujeron una sobrecargada decoración abstracta y geométrica que sobraba y distraía, como bien apuntaba F. Carantoña en su crítica del estreno, de la que tomaron buena nota, vaciándolo todo en las siguientes representaciones. Con el interesante y correctísimo artículo que el propio Francisco Carantoña elaboró para el programa de mano, y que dado su interés reproducimos a continuación, finalizamos este breve repaso por el estreno asturiano de este clásico contemporáneo.

“Esperando a Godot”, aunque parezca lo contrario, no es una tragicomedia para snobs. Tampoco es una tragicomedia para quienes estiman que el teatro consiste en una variante de la carpintería, donde lo fundamental reside en unas formas estereotipadas de construcción y en unas convencionales reglas de movimiento de personajes. “Esperando a Godot”, por el contrario, es una humanísima y concreta expresión de algo que anda escondido detrás de nuestra generación: Desesperanza, aburrimiento, acedía, soledad, radical incomunicación con el prójimo. Beckett, desde una simplicidad casi circense, aprovechando los elementales personajes, acumulando los modos y maneras de expresión que han impreso carácter a la literatura de nuestro siglo, ha dado remate a una mezcla de diagnóstico y retrato de todos nosotros, de una parte de todos nosotros presente junto al optimismo vital de la paternidad o el amor por ejemplo.

Lo que puede parecer extraño en “Esperando a Godot”, la envoltura externa, las palabras, los gestos, es precisamente lo que convierte la tragicomedia en testimonio histórico, en obra de hoy y no de hace un siglo, o diez, o veinte. “Esperando a Godot” acumula a lo largo de su desarrollo lo mejor de la retórica actual, una retórica “sui géneris” hermana del cubismo y de tantos “ismos” como invadieron el mundo del arte y de la cultura en los últimos cincuenta años. Precisamente “Esperando a Godot” viene a ser como una destilación de alquimista donde se aprieta la quintaesencia de todos los bandazos artísticos de nuestro tiempo, con su correlación en los peculiares avatares humanos que los acompañaron.

Resulta fácil creer que “ismos” y vanguardismos son sólo fruto de afanes históricos o de ambiciones hábiles. Los “ismos”, sin embargo, son mal de siempre o bien de siem­pre. Que en nuestros días proliferen con mayor rapidez, que se devoren unos a otros sin que ninguno llegue a alcanzar predominio, es una característica más del tiempo que vivimos y olvidarla podrá ser cómodo sin dejar de ser un disparate.

“Esperando a Godot”, sin embargo, quizá deba ser considerada más como símbolo de final que como indicación de arranque. “Esperando a Godot” quizá deba ser considerada como obra decadente, en el sentido de que conduce a una desesperada soledad que niega cimientos señalando el agotamiento de una manera de enfrentarse con la realidad y con el prójimo. Si para Beckett la radical soledad, la plena incomunicación, parece ser el abismo último que amarga al hombre, no con ello queda cerrado el camino hacia la esperanza. Aunque para alcanzarla, como fruto difícil, deba comenzarse por un replanteamiento de inquietudes y por una reconquista de viejas y eternas soluciones que en el alma de muchos, como en las de Pozzo, Didí, Gogó o Afortunado se han ido mineralizando.

“Esperando a Godot” es una obra difícil de montar y de interpretar. El público se dará cuenta de ello desde sus primeras escenas. He aquí un mérito más de La Máscara, com­pañía entusiasta e incansable que prefiere emprender ásperas y nobles aventuras a caer en el adocenamiento de unos éxitos fáciles y hueros.

 

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