Francisco Díaz-Faes
EL DELINCUENTE HONRADO
de Gaspar Melchor de Jovellanos
Dirección: Jesús Cracio
Adaptación: Carlos Álvarez-Nóvoa
Intérpretes: María Cotiello, David Soto, Manuel Pizarro, Félix Corcuera, Silvino Torre, Michel Díaz y Mariano Venancio
Escenografía y vestuario: Ana Garay
Iluminación: Pilar Velasco
Técnico: Alberto Ortiz
Compañía de Jesús Cracio S.L.
Teatro Jovellanos de Gijón, 20 de agosto
El espíritu inquieto aprovecha la ocasión de las conmemoraciones. Y trata la distinción entre oportunidad y oportunismo que le brinda este excelente Premio Jovellanos 2010. Para, encontrándose con una condensación del texto original muy bien trazada, descubrir el mejor edificio teatral de Jesús Cracio. El delicuente honrado es un trasnochado texto lleno de vigor para el análisis del propio Jovellanos y la separación de poderes. La separación entre el poder y la gloria, la ley y el desorden anímico, el orden y el ordenamiento, el deber y el afecto, la ignominia y su consagración, la exaltación de la Providencia, y la Majestad, como fin único, o último de la justicia.
Se trata de un lacrimógeno drama que causó furor en su tiempo llegándose hasta a publicar en verso y recorrer bastantes teatros de fines del siglo XVIII, según nos relata la publicación de un estudio que ha regalado el Teatro Jovellanos de Gijón y firma la exhaustiva Elena de Lorenzo Álvarez. Y decimos que el edificio de Cracio se construye no sólo sobre el movimiento de los actores y el texto adaptado, sino sobre el vestuario de principios del XIX y la escena escalonada, que juega muy bien con la luz para ahondar en los matices, los silencios, las acentuaciones. Penetra esta pieza en lo que se afrancesaba ya en la escena española a través del melodrama, y antecede a la renovación romántica que propició de forma exuberante el francés Grimaldi (al casarse con una actriz española: más romántico aún) en época ya de Larra, Moratín, Bretón de los Herreros, Mesonero Romanos… Pero estamos en un estadio anterior: el de la renovación del mismo Jovellanos y el círculo de Pablo de Olavide (al que debemos muchos de los ojos azules que se difunden desde Sierra Morena a toda Andalucía, con una repoblación de suizos en esas tierras yermas de explotación entonces), en Madrid (con Aranda) o Sevilla destino de los dos ilustres, traduciendo autores franceses contemporáneos y abriendo el Siglo de las Luces a la escena teatral. No olvidemos nunca el teatro como gran fuerza de divulgación popular de las ideas, casi única en ese momento. Y aquí está este Delincuente honrado.
Penetra, pues, Jovellanos con su obra en una explicación que anuda el enredo en un vericueto de casualidades, un poco derivadas del teatro de magia anterior que aquí acaba en teatro de magia de la palabra para la búsqueda del final feliz. Y, súbitamente, ese final es un deus ex machina, una maquinación, un rompimiento de aguas, o de cielos, que nos hará caer de la burra: así que sí, Jovellanos, el gran ilustrado, inspirador de esta villa de Gijón que tan bien han construido y destruido para adorarle sus sucesores (los últimos han durado 32 años, los siguientes prometen seguir adorándolo), nuestro gran moralista, nuestro gran emprendedor y político, el “zoon politikon y ekonomikon” nos dice que el lazo familiar está por encima de la justicia.
Un personaje ha matado a un marqués, pero está dispuesto a todo por el amor en un auténtico drama sentimental. Se ha casado con su viuda que es hija del corregidor de Segovia, y le perdona. Pero cae en el lazo del alcalde, encargado de juzgarle cuando descubre el asunto y llevarle al patíbulo. Pero sólo hasta que llega el desenlace descubriendo que es su hijo. Finalmente hace lo imposible por salvarlo de la justicia real. Jovellanos, juez en Sevilla, entre otros cargos, sabe lo que supone la tortura moral de quien juzga, ya que él mismo abolió, o intento abolir las torturas físicas, y los tormentos de los policías a los reos mientras estuvo en su cargo. Promueve, pues, intencionadamente Jovellanos los afectos de ternura y compasión, los sentimientos de humanidad y benevolencia, pero en este caso hacia el criminal, lo cual no nos suena muy lejos en esta sociedad acostumbrada a aceptar tantas veces mejor al verdugo que a la víctima, o globalizando la victimización de la sociedad para en un batiburrillo inextricable no saber ya dónde empieza el delito y acaba el delincuente. Un viejo amigo ya fallecido a los 90 años grabó en latín sobre una piedra su mayor legado clásico: educad a los niños y no deberéis encarcelar a los adultos. Con otro latinajo llevado al extremo también tiene que dirimir la sociedad de la ley: condena el delito y compadece al delincuente. Con estos extremos vemos este riquísimo mundo de Jovellanos, que escribe esta pieza a los cinco años de ejercer su cargo en leyes y enfrentarse sobre la rudeza de su aplicación y las costumbres populares que se le oponen, la crisis irresoluble entre el derecho y el deber que no se puede resumir superficialmente.
Hemos gozado como nunca con estos actores tan participativos y entusiasmados como el grandísimo Silvino Torre, el joven protagonista tan acorde David Soto, la bellísima y gran actriz María Cotiello que hemos visto crecer desde Mieres, durante tanto tiempo y ahora triunfa tan jovencísima en Madrid, el siempre enigmático intérprete Manuel Pizarro y el extraordinario Félix Corcuera que se adapta a cualquier papel, drama, tragedia o comedia. Finalmente excelentes también Michel Díaz y el característico Mariano Venancio. Todo encuadrado con las cadencias, acentuaciones, enunciaciones, realces, pronunciaciones, modulaciones del tono que acrecienta la selección musical.
Creo haber escuchado a Woody Allen decir que una comedia que se prolonga se convierte en una tragedia a lo que yo añado que tragedia que se prolonga se vuelve comedia. Nada de esto dio pie a verse en este teatro de homenaje al admirado autor. Un trabajo coral que despieza este hombre bicentenario y poliédrico, Jovellanos, del que ojalá pudiéramos disfrutar de su colección de dibujos que ardió en el bombardeo del cuartel de Simancas, o alguien robó. Sería el mejor fin para la crueldad de ese episodio, el episodio inextinguible de la guerra (los desastres de la guerra, cualquier guerra) que el mismo ilustre prócer combatió con las armas de la razón y su infinito entusiasmo por la educación como regeneración moral del ser humano.