Editorial
Tras el periodo electoral el teatro asturiano vuelve a estar avocado al “vuelta a empezar”. Al grado cero de perspectiva, a la incertidumbre. Y poco nos consuela el saber que, desgraciadamente, siempre ha sido así. En provincias la asignación de nuevos cargos conlleva un impasse administrativo que dura lo que los directivos inexpertos tardan en aprenderse la mecánica de funcionamiento y el organigrama de mínimos. Aunque ahora da la impresión de que todo irá a peor, porque el nuevo gobierno no tiene otro programa —o si lo tiene lo esconde, nadie lo conoce— más que la austeridad, la contención y el recorte presupuestario. Con el agravante de que su discurso —la idea del despilfarro— ha arraigado en buena parte de la población, que ya sólo piensa que la cultura no es otra cosa que un gran agujero negro por donde se dilapida el erario público. Un problema que —dicen— conviene zanjar cuanto antes, cortando por lo sano y de manera indiscriminada. Y a la vista está.
Los nefastos resultados de estas medidas aplicadas a Asturias, y ya emprendidas por los anteriores responsables del gobierno socialista, no se han hecho esperar: los recortes en los presupuestos destinados a la producción de nuevos espectáculos para los grupos profesionales han sido sustanciales (cantidades ridículas que nos avergüenza reseñar); la reducción de representaciones concertadas entre los Ayuntamientos y la Consejería de Cultura dentro del Circuito, para el presente semestre, ya es una realidad; y la subrepticia liquidación del Premio Alejandro Casona, el galardón más prestigioso del Principado destinado a la escritura dramática, es ya un hecho consumado cuya desaparición ningún político se atreve a desmentir ni a ponerle fecha de continuidad. Acontecimientos que conforman una suma de desastres —al lado de otros muchos de ámbito más restringido— cuyas consecuencias, aún del todo impredecibles, no hacen más que socavar la endeble y ya de por sí raquítica salud de nuestra escena.
El concepto “servicio público” es el meollo ideológico que diferencia a unos grupos políticos de otros. El grado de importancia que se le otorgue al teatro dentro del mismo expresa el compromiso y la consideración que adquiere dentro de un programa. Reducir la actividad artística únicamente a la relación que se establece entre el espectador y la taquilla es un despropósito sin paliativos, es algo que conduce a la malformación y perversión artística, cuyos funestos resultados hemos repetido hasta la saciedad. Es el argumento comúnmente esgrimido por los liberales recortistas que carecen de proyecto.
Ahora que estamos conmemorando el Bicentenario de la muerte de Jovellanos, y a la vista de que algún que otro faraute se ha atrevido pública y campechanamente a comparar la vida y obra del prócer ilustrado con la de nuestro presidente Álvarez Cascos, no estaría de más preguntarles dónde tiene éste su Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas. Porque más allá de las directas e imposibles similitudes y apreciaciones de contexto, y al margen de los monstruos que el sueño de la razón jovellanista evoca, la Memoria es, en espíritu, un documento muy representativo de los muchos males que aún hoy perduran en nuestro teatro, y de los importantes remedios reformistas que urge considerar.
Aunque claro, conociendo un poco la aciaga historia de España de hace dos siglos, y todo lo que vino después, fácil nos es entender la incapacidad innata que tenemos como pueblo para hacer las cosas bien.